miércoles, 12 de octubre de 2011

Mi vecino, el pianista.

A veces la vida nos regala tesoros, y a veces también, ni cuenta nos damos.

Vivo en el mismo lugar desde que tengo tan sólo un año de edad. Eso quiere decir que llevo alrededor de 19 años en este edificio. Crecí entre estas paredes y desde que llegamos, mis vecinos del piso de arriba han sido los mismos. Doña Virginia y Don Vicente eran una pareja mayor que siempre me pareció peculiar. La señora era siempre muy simpática y alegre. Recuerdo que me hacía gracia ver una señora “ochentera” manejando su antiguo carro como cualquier joven y, que sin importar la hora, nunca salía de su casa sin su acostumbrado labial rojo mamasita, cuyo color a veces se extendía hasta sus dientes. Siempre saludaba y, si nos la topábamos en la escalera, tendríamos que hacerle conversación porque su lento caminar hacía que bajar tan solo un piso tomara unos cuantos minutos. A doña Virginia  sin duda le encantaban los niños. Sin embargo, nunca tuvo hijos.

Don Vicente, por su parte era un hombre alto, erguido y de muy pocas palabras, no usaba labial ni conducía un auto, pero era, muy educado. A los ojos de una niña, el tipo era muy sobrio. A don Vicente no le gustaban los niños, y supongo que por eso fue que doña Virginia no tuvo hijos.
Vivían solos. Recibían pocas visitas y, entrar a su casa siempre me pareció una aventura. Me sentaba a esperar a mi madre, haciendo grandes esfuerzos para que doña Virginia pudiera escuchar mis saludos, porque su sordera ya iba muy avanzada. Don Vicente, sólo levantaba la vista y seguía viendo su televisión. ¡Qué casa tan diferente! Se me parecía a un museo. Las paredes estaban llenas de fotos antiguas y placas de reconocimiento. Los muebles debían tener más o menos la misma edad que sus dueños y, en el centro de la sala, un piano. Negro. Grande, bello, imponente. Nunca lo toqué, sólo lo miraba. Me daba algo de miedo la reacción de don Vicente si me hubiese atrevido a ponerle un dedo encima.

De lunes a viernes, cuando volvía del colegio, comía, descansaba y me disponía a hacer mis tareas en una pequeña silla roja, cuyo uso exclusivo era: hacer las tareas. Me iba al balcón con mi mochila y escuchaba. Las notas de ese piano eran mágicas. Las melodías, que nunca reconocí, eran realmente buenas. Uno que otro día, iba una estudiante de canto, tenor, muy buena, y lo acompañaba en sus viajes al mundo de la música. Día tras día, don Vicente parecía perderse en sus notas y la voz de la señora retumbaba en todo el edificio. Exquisito.
Nunca vi a don Vicente tocar. Nunca. Pero si lo escuché, infinidad de veces. Luego de unos años, mientras iba creciendo, descubrí que mi vecino era un músico retirado muy reconocido en “su época”, como solía decir mi madre. Vicente Grisolía, fue estudiante, músico, y profesor que llegó a ser maestro de quienes una vez intentaron enseñarle.

Como mis peculiares vecinos no tenían hijos ni mucha familia, siempre me preocupó saber de qué vivían. Al parecer don Vicente tenía una pensión de no sé dónde.  Llegó una época en que, ya casi no me topaba con doña Virginia en las escaleras, y que, el piano se escuchaba con menos regularidad. Don Vicente estaba muy enfermo.
Con los ojos aguados fui testigo del día en que, tuvo que vender su adorado piano para poder costear el tratamiento que le alargaría la vida un poco más. Me rompió el corazón. A él también. Ya no cantaban los ángeles todos los días en mi edificio a eso de las cuatro. Ya no se escuchaba nada.  Solo silencio. Y así, con los meses, también se silenció su alma. Don Vicente falleció, sin piano ni tenor. Fue increíble ver que un hombre de estatura tan generosa y de talle tan ancho se redujo a casi nada.

Bonito. Bonito fue el gesto que tuvieron sus estudiantes de antaño al ir a la misa que se ofició en su nombre y entre piano y voces muy bien cultivadas le cantaron al maestro.
Hoy, me encontré a doña Virginia. Se desmontaba de un taxi y a sus noventa y tres todavía sonríe como la recordaba. Llevaba un vestido floreado de moda de los años 30  y su acostumbrado labial. El rojo, ya no es mamasita, sino un poco más opaco, pero sigue allí.

Qué buenos vecinos me regaló la vida. Crecí disfrutando de gratis de un gran artista. Y, de ñapa sigo disfrutando de la sonrisa y la sordera de su simpática viuda. Ya casi son las cuatro. Con seguridad don Vicente se dispone a tocar para el deleite de los ángeles.

*GR